De las instituciones estatales tenemos que esperar cada vez menos. Durante los últimos 30 años los gobiernos, el Congreso, las altas Cortes se han convertido en fortines desde donde la derecha neoliberal, familiarizada con las prácticas gansteriles, mafiosas y paramilitares, gestiona el despojo y la miseria de la mayoría de colombianos en función del enriquecimiento acelerado de los viejos y nuevos “dueños” del país. A través de las prácticas más infames han desterrado, manoseado, manipulado y exterminado a una izquierda consecuente que en otro tiempo podía disputar, así fuera con dificultades, unas pocas reformas importantes a favor de los sectores populares. Hoy cada ley y cada reforma que se hace, supuestamente a favor de los pobres, tiene su veneno adentro y termina siendo funcional para el sostenimiento del poder establecido. Un ejemplo contundente de ello son las políticas de presupuesto participativo.
El Congreso llegó a tener más de un 30% de paramilitares confesos y nada hace presagiar que la cifra haya disminuido. Durante 8 años consecutivos estuvo al frente del gobierno nacional un personaje que tiene sobre su espalda serias investigaciones internacionales y nacionales por vínculos con el paramilitarismo y la mafia, que gobernó para ellos y para el empresariado emergente que engendró; y no logró un tercer periodo porque a la élite en ese momento le tembló la mano. Pero esos ocho años fueron suficientes para legitimar en el país una cultura mafiosa e imponer una forma gansteril de ejercicio del poder en todos los niveles de la vida social. Y dejó un sucesor que, aunque ahora desdiga de él, ha cumplido y seguirá cumpliendo el libreto que el gran capital ha escrito para los dos.
Nada hace presagiar que en esos escenarios la situación pueda cambiar de forma significativa en el corto y ni siquiera en el mediano plazo. Hoy la presidencia se la disputan dos corrientes que fluyeron todo el tiempo en un solo río y se proponen proyectos idénticos aunque con estilos diferentes, aparentemente. Entre tanto, la candidatura de izquierda, silenciosamente, funge como convidado de piedra que legitima dicha farsa.
Tal diagnóstico, sin embargo, no debe inducir a la desesperación, no es en sí una desgracia sino la oportunidad para que el movimiento social se reestructure bajo una verdadera vocación de poder, que no es el poder institucional sino el poder popular. Pues es claro que allí radica cualquier posibilidad de transformación real de la sociedad en el mediano plazo, que pueda poner incluso a la institución en dicha dirección. En ese sentido hay que celebrar los resultados del más reciente paro agrario, campesino, étnico y popular, que construyó su agenda independiente de los tiempos institucionales, en este caso el tiempo de las elecciones presidenciales, y diseñó su pliego orientado hacia estrategias de largo plazo donde le exige al gobierno negociar definitivamente el modelo económico que nos ha impuesto.
Las estrategias de resistencia a largo plazo son más desarrolladas en las comunidades indígenas y las afrodescendientes, no sólo porque tienen la experiencia de siglos del mismo oprobio repetido, sino porque han ganado niveles de organización y cohesión que se los permite. El movimiento campesino, y en general el movimiento popular, no han logrado aún estos niveles de organización y cohesión para pensar en estrategias que requieran muchos años de impulso. Pero han llegado hoy al convencimiento de que es la articulación y la unidad sin mezquindades la única que puede garantizar el desarrollo de propuestas largoplacistas, las únicas que de verdad pueden garantizar éxito en los objetivos de transformaciones significativas y sostenibles en el tiempo.
Con toda seguridad el gobierno intentará hacerles nuevamente conejo con los acuerdos logrados. Pero la lucha es entre dos como mínimo, y el éxito del gobierno también dependerá de la fuerza que los movimientos rurales acumulen en los próximos días y del apoyo que logren impulsar las organizaciones urbanas.
El asunto es que en los últimos años desde el movimiento popular hemos dado pasos gigantes no sólo en la comprensión del momento histórico y la dirección de la lucha sino también en los intentos de articulación, con todas las dificultades previsibles. Por ejemplo, se logró avanzar en la articulación en torno al Congreso de los Pueblos, la Marcha Patriótica, la Comosoc, las redes populares de arte, etc. Y se ha avanzado, aunque de manera lenta, en la articulación de estas plataformas, pues aunque cada una de ellas tiene modos de hacer y objetivos inmediatos distintos, saben que en el fondo la meta es la misma y es ésta la que debe juntarnos. Además, las más recientes manifestaciones en la lucha agraria intentan avanzar en la unificación de las luchas étnicas en torno al territorio y a otro modelo de explotación de la tierra, de gestión ambiental y de vida rural.
También los movimientos estudiantiles han avanzado en el convencimiento de que la lucha no es sólo por condiciones para ingresar y mantenerse en el sistema educativo sino por un nuevo modelo de educación, que no se ponga al servicio de la formación de trabajadores y el desarrollo de conocimiento para el sector productivo primordialmente, sino al servicio de la formación de sujetos libres. De igual manera, los movimientos urbanos avanzan en la discusión de un modelo distinto de ciudad, de una forma distinta de habitar el territorio, de una manera distinta de relacionarse con la vida rural, etc. Todo ello implica un horizonte de lucha en el largo plazo y demanda procesos reales de organización y articulación del movimiento social y popular, pues sin ello solo caben luchas pequeñas, sectoriales y de corto plazo, que no logran sostenerse si no se articulan en un movimiento de transformación real y profunda de la sociedad.
Todo eso lo tenemos claro en el movimiento social y popular hoy. Lo que no tenemos tan claro todavía es cómo lograr esos niveles de organización y articulación requeridos. En ello tal vez pueda ayudarnos diferenciar cuáles son nuestras luchas reivindicativas, en las cuales tenemos que movernos en contra del establecimiento para lograr reformas a favor de nuestra proyección de vida, y nuestras luchas en términos de construir formas de vida distintas en nuestro territorio, formas distintas de producir, con economías de autoabastecimiento e intercambios no comerciales, formas distintas de ser y de existir, etc. En fin, todo lo que implica construir una racionalidad distinta a la racionalidad económica impuesta por el capitalismo. Y para ello debemos también, desde las distintas plataformas de articulación organizativa, desarrollar estrategias tan fuertes y sostenidas como las que impulsamos para la movilización.
Pues hay reformas grandes que sólo pueden hacerse movilizando los recursos del Estado en nuestro favor, o eliminando su intervención en nuestra contra; pero hay también reformas que requieren incorporar a nuestra existencia otras maneras de comportarnos, de estar en el mundo con los demás seres y con nosotros mismos. Las reformas políticas estatales pueden eliminar algunos obstáculos para ello, pero no pueden por sí solas impulsarlas; en cambio, la transformación colectiva de nuestra subjetividad en el territorio, inmersos en la tarea de construir colectivamente un mundo mejor cada día, puede ser la fuerza que nos permita confrontar el establecimiento allí donde no quiera ponerse en función de los planes de vida que hemos diseñado, consciente y autónomamente, en las comunidades.